Gabriela (cuento)


Nunca había ido a uno de esos bares. La noche del jueves lo decidí. Ella sabe de estas cosas. Ella me contaba de lo que levantaba cada semana. A veces chavitos casi emos, hipsters, músicos de reggae o rockeros; en el peor de los casos, yonkis encantadores. El chiste era coger como vampira. La técnica era sencilla: acercarse, tomar algunos tragos, fingir escucharlos y sonreír, mucho. Mientras, el coqueteo, el contacto físico, los abrazos. Los emos siempre eran los más difíciles de convencer, asustados por una casi treintona.
Me convenció de ir, la convencí de llevarme. Me llevó a dos bares. No me gustaron. Cero emoción. Me engañó, a donde me llevó sólo había parejitas exitosas, guapos insoportables y ejecutivos panzones. Para eso, pensaba, mejor salgo con cualquier maestro del colegio o alguno de los amigos de mi hermana.
- El mejor sexo lo dan los músicos, luego los pintores, quizá los yonkis - me contaba. Eso quería yo, aunque fuera un emo, un hipster. Más que una verga, inmoralidad. El desmadre incontenible. ¿Dónde está la gente que nunca deja de sonreír?
- Aquí no es - le dije con la mirada-. Llévame, ya me enfadé.
- ¿Vamos a cenar?
- Ok. Pareces marido, pensé.
Gabriela era indiferente a mis miradas de reproche. Quería diversión. Ella revisaba la carta, como si no supiera que pedir.
Gabriela era egoísta, o mentirosa. No quiso enseñarme ese mundito, sus paseos inmorales, así les dice. Gabriela pidió ensalada y pasta. Yo sólo pedí una copa de vino. Mientras esperábamos, habló de su trabajo, de los oficios que había que redactar, de su terrible jefe, de su posible cambio de plantel. Ya no la escuchaba. Pésimo viernes, pésima compañía para perder la moral.
En la oficina siempre presumía sus historias, sus conquistas. Me hacía sentir como una virgen ñoña. De noche, sola, en tal o cual bar. Con sutanito, el escritor; el que se ganó un premio; o el otro, el que estuvo casado con la fotógrafa ¿sabías que Ernesto se inyecta?, ¿has fumado mariguana? Desvelada siempre. Eso decía. Supongo que mentía, que terminaba en un cine, como todos. Cafecito y chao, fin de semana para lavar y limpiar.
Me paré y me despedí.
- No traes carro.
- Que importa, aquí agarró un taxi. Descansas.
- ¿Qué descanse?
Llevada por la inercia de la calle, busqué el bar con el nombre más indecente. Nada. Ni una cara conocida. Puros homosexuales, divinos, pero jotos, no servían. Pedí una cerveza. Nunca se piden bebidas preparadas. Desde la orilla de la pista, una raya blanca pintada en el suelo, veía contonearse a un imitador de Mónica Naranjo. ¿Ahora qué?, pensaba en una estrategia mientras le daba sorbitos a la cerveza. ¿Me la terminaba y me iba a la casa?, ¿puteaba?, ¿cómo?
- No andes sola por aquí. ¿Estás pendeja o qué?
- Preséntame a tus amigos.
-¿Cuáles?
- De los que siempre me hablas.
-¿Eso querías? ¿Para eso me buscaste?
No dijo más, salió del bar y yo atrás de ella. Caminamos hasta llegar a otro bar. Literalmente me mandó a la chingada. Me abandonó en una mesita. Le perdí de vista. La veía pasar de repente, la escuchaba reírse. Me hacía señas a lo lejos, aquí estoy.
Yo con mi cerveza. Ni bonita, ni fea. Los de la mesa ni me pelaban. Sonreían a veces, me ofrecían su cigarro, llenaban el vaso, amables, ignorantes de mi. Una señora me regaló su pulsera, gruesa, -de oro- dijo. A los cinco minutos regresó a la mesa. Me la quitó. Casi me arranca la mano. Mejor me voy. Gabriela en la barra, pedísima, hablando con el cantinero. Riéndose a carcajadas. Yo, platicando con un fulano con megáfono, poeta. Con que no me quiera leer nada, que hueva. Mejor que me coja. ¿Lo beso? Me ofrece mariguana. No, gracias, sigue platicando y yo no le entiendo ni madres. No es tonto, es hasta lindo, inteligente. ¿Donde está Gabriela? Puta madre, ya me dejó. Le preguntó al poeta. Ni idea de quién es Gabriela, me dice con los ojos.
- ¿Te gusta? Escuchó a Gabriela, por la espalda.
- ¿Qué?
- El lugar.
Me encojo de hombros.
- Está bien.
Le presento al poeta. Platican un rato. Trato de seguir la conversación. Decir algo inteligente. Le pido que nos lea unas líneas. Se ríen a carcajadas. ¿De mi o conmigo? No digo más, estoy encabronada. Soy una pendeja. Gabriela fuma del cigarro del poeta, me lo ofrece. Ok. Salimos del lugar. El poeta viene con nosotros. Gabriela maneja, el poeta va enfrente. Gabriela no para de hablar, el poeta dice dos o tres cositas. Yo atrás, el triste mal tercio, ¿me lo bajó?
Es un fiesta, un edificio junto al mar, tambores. El poeta nos presenta. Gabriela me deja en la barra. Otra vez, de hongo. ¿Gabriela?, ¿Platico con el cantinero? No me queda más que sentarme en un puff. Un escuálido morrito me sonríe, platica conmigo, me ofrece un pedazo de su sillón.
- No, gracias... Ok, sí.
Es encantador. Buena onda. Me ofrece de su bebida. Cada quien trae la suya, yo nada. Agarró otra cerveza y le voy dando traguitos. Camino por el departamento buscando a Gabriela. Está con el poeta, en un cuarto, se ríen a carcajadas. Gabriela me ve parada en la puerta, me sonríe, me invita a pasar, me ofrece su mano para que me siente junto a ella. Acepto, con cara de pocos amigos. La conversación sigue, trato de entenderla. ¿De qué se ríen?, ¿cual es el chiste? Soy una completa outsider. Entre la música y las voces Gabriela me dice con toda tranquilidad:
- Tu problema es que quieres ser yo, estás enamorada de mí.
Me zumba la cabeza. Pinche mamona arrogante. Ya no escucho más. Sigo sentada, sonriendo. La quiero madrear. Cambia la música, comienzan a bailar. Salgo de la habitación. Salgo del edificio. Afuera toman fotos, me atravieso y recibo el flashazo en la cara. Camino como si supiera a donde voy. ¿Quién se cree que es? Pinche puta engreída. El escuálido está en la esquina.
- ¿Ya te vas?, ¿Te llevo?
Pinche Gabriela.